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Ucrania y el mesianismo imperial ruso

28 de febrero de 2022
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Ucrania y el mesianismo imperial ruso

El Mostrador, 26 de febrero 2022

La guerra en Ucrania es una tragedia de la que Chile y los chilenos no podemos permanecer ajenos. El actuar de Putin y su gobierno violenta todos los principios sobre los cuales nuestra sociedad está construida. Subestimar lo actuado por Putin constituye no solo un error, sino que por omisión un aporte a la validación de una manera de actuar en la que ni el Derecho, ni los derechos humanos, ni la diplomacia tienen el más mínimo valor.

Postergada por algunas semanas (para no afectar la visibilidad de los juegos Olímpicos de Invierno en China), el bombardeo ruso sobre ciudades, pueblos e instalaciones ucranianas avanza sin pausa para -en principio- “proteger” a la población ruso parlante de la región fronteriza de Dombas de la “dictadura nazi del gobierno de Kiev”. Cabe recordar que la población de esa región ha sido, durante ocho años, sometida a la violencia de los separatistas apoyados por Moscú. La “protección” de los cañones y misiles rusos comienza a ahora a consolidarse sobre el resto de Ucrania.

Para todos los efectos de corto y largo plazo, esta invasión rusa inaugura un nuevo y muy peligroso periodo en la historia de Europa y del mundo.

En la versión oficial de Moscú, Donbas -como el resto de Ucrania- permanecen inaceptablemente divididas entre el “modo de vida” occidental y los valores de la “civilización rusa” representados en la lengua, la raza y la religión del gobierno de Putin.

En el discurso de esta semana dedicado a reconocer la “independencia” de la citada región, Putin aprovechó para explicar ese concepto señalando que “desde tiempos inmemoriales las gentes que habitaron el suroeste de lo que históricamente ha sido el territorio ruso (Ucrania, Moldavia y parte de Rumania) se llamaron a si mismos “rusos” y “cristianos ortodoxos”, esto es, todos sus habitante nunca fueron ni rumanos, ni moldavos, ni ucranianos, sino, simplemente, “rusos étnicos” o, en el peor de los casos, “de cultura rusa”.

Putin ha dicho también que “la Ucrania moderna fue completamente creada por Rusia o, más precisamente, por la Rusia comunista. Este proceso comenzó en 1917, justo después de la revolución, con Lenin y sus asesores tomando graves decisiones en contra de Rusia, separando y apartando lo que históricamente fue territorio ruso”.

Lo anterior equivale a afirmar que, antes de la existencia de la ex URSS, durante el período imperial ruso, Ucrania fue nada más que otra provincia rusa, poblada por “rusos étnicos”, de lengua y religión enteramente rusas. Esto, obviamente, no es así.

Entre otras diferencias, el idioma ucraniano es mucho más que un posible “dialecto” del ruso, tanto así que incluso utiliza su propia versión del alfabeto cirílico. Además, en origen la población ucraniana (especialmente la del centro y occidente), profesó el catolicismo ortodoxo, la religión más perseguida durante la época de los soviets. Estas son algunas de las muchas diferencias fundamentales entre rusos y ucranianos.

Ignorando todos estos hechos, el objetivo crudamente geopolítico de Putin y su oligarquía parecen ser la reconstrucción de los límites de 1914 del Imperio Ruso, una abstracción que, otra vez en los hechos, ignora que tales límites también incluían Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, Bielorrusia y parte de Polonia (Varsovia incluida), es decir, países y naciones previamente conquistadas por los ejércitos zaristas. Toda vez que en estos subsisten minorías ruso-parlantes (e iglesias ortodoxas), la pregunta que cabe es si estas pueden ser motivos para justificar otras operaciones militares.

La verdad es, sin embargo, que incluso antes del fin de la URSS (diciembre de 1991), todos esos países ya habían comenzado a optar por el modelo occidental en lugar del “modelo ruso”. Asimismo, en todos ellos es bien conocida la histórica afición de la ¨”dirigencia rusa” por los trajes italianos, los autos de alta gama alemanes, los grandes restaurantes españoles, el mejor vino francés y las maneras británicas. Putin con sus generales y oligarcas han continuado con esta tradición que, en público, dicen despreciar. ¿Si a la “nomenclatura rusa” le gustan las ventajas de occidente, por qué el resto debería ser distinto?

La premura con que especialmente desde 1993 (intento de golpe en contra del gobierno de Boris Yeltsin) todos las países de la ex-órbita soviética tuvieron para acercarse a la OTAN y a la Unión Europea es testimonio elocuente que los habitantes de esa parte Europa hace más de más de 30 años que decidieron rechazar el “modelo ruso” . Para los ucranianos -al igual que en la década de 1990 para los ciudadanos bálticos, búlgaros, rumanos o polacos- la comparación entre un Lada y un Volkswagen no me merece comentarios. Tampoco los han merecido para los miles de rusos que desde el fin de la URSS han decidido dejar “la madre Rusia” y emigrar a Occidente. La realidad es que las colas para obtener visas se verifican en los exteriores de los consulados occidentales en Moscú y San Petersburgo, no en los consulados rusos en París, Los Ángeles, Madrid o Viena.

Es esta realidad la que en forma de complejo de inferioridad y frustración parece pesar sobre la psiquis de Putin, cuya cosmovisión insiste en culpar a “los líderes bolcheviques y al Partido Comunista de la Unión Soviética”, como responsables del “colapso de la Rusia histórica conocida como Unión Soviética”. El insulto final a este aspecto psicopático de la personalidad de Putin (narcisismo maligno) lo realizó Barack Obama cuando en 2014 calificó a Rusia de “potencia regional”.

Es sobre esta confusa “imago” es que el ultranacionalismo étnico-religioso de Putin transita, alternativamente, desde el argumento imperial zarista al argumento imperial soviético para “convertir” a Ucrania -y sin duda a otros países- como partes de lo que -utilizando un término de la geopolítica nazi- supuestamente constituye el “espacio vital” de “la gran Rusia”.

Bajo ese tipo argumento (propio de una dictadura genocida del siglo XX) se cobija entonces el reclamo de “fronteras seguras” y “áreas de influencia” que reclama Putin, todo, por supuesto, instrumental para cimentar su imagen de estadista y conquistador tipo “Pedro el Grande”. Es esta la imagen que hoy parecen preferir los rusos sometidos a un estricto control los medios y campañas de desinformación. Los casos del opositor Alexei Navalny (hoy encarcelado en condiciones ignominiosas) o del expresidente ucraniano Viktor Yushenko (en 2004 envenenado por el espionaje ruso por sospechas de ser pro-europeo) ejemplifican qué le puede ocurrir a cualquiera que discrepe de las opiniones de Putin.

Si las guerras en Chechenia (1994-200) y la invasión de Crimea (2014) habían instalado la pregunta de ¿hasta dónde está dispuesto a llegar Putin para devolver a Rusia su condición “imperial”? la invasión de Ucrania parece haber resuelto todas las dudas.

Lleno de paroxismos, afirmaciones históricas distorsionadas y falsos comentarios auto-referentes, todas esas acciones están reñidas no solo con el Derecho Internacional y los derechos humanos, sino que con la historia y el sentido común. Esto no impide que, desde un punto de vista esencialmente cínico, la insistencia en el “destino manifiesto” de Rusia sea lo que, en buena parte, justifica la permanencia Putin en el poder y, por su extensión, los negocios de su oligarquía y de los patrones de -empleando una expresión propiamente soviética- el “complejo militar-industrial”.

Sin embargo, toda vez que la “recuperación” de las fronteras rusas de 1914-1917 debería incluir no solo a Ucrania y Bielorrusia, sino también a Finlandia, los Países Bálticos y partes de Polonia y Rumania (los últimos hoy miembros de la OTAN), el “destino manifiesto” del hombre fuerte del Kremlin se ve más que complejo. Para resolver este “inconveniente” Putin acude a la victimización (una evidente contradicción para una “potencia imperial”) explicada bajo el pretexto de la “Rusia fortaleza sitiada” por adversarios que quieren despojarla de su condición de gran potencia.

Subestimar lo actuado por Putin constituye no solo un error, sino que por omisión un aporte a la validación de una manera de actuar en la que ni el Derecho, ni los derechos humanos, ni la diplomacia tienen el más mínimo valor.

Aunque es evidente que ninguna democracia parte de la OTAN tiene ningún interés en invadir Rusia (¿cuál sería el objetivo?) la anotada victimización justifica el reclamo de “fronteras seguras” y “área de influencia” en términos que ambas exigencias deben no solo ser instrumentales al ego de Putin, sino que satisfacer un orgullo nacional profundamente afectado por la más que evidente decadencia de Rusia (en los juegos olímpicos de invierno, ni siquiera puede competir con Noruega, un país de la OTAN de menos de cinco millones de habitantes).

Satisfacer las demandas del gobierno ruso importaría cambios estructurales inaceptables en el sistema internacional, partiendo por reconocer el “área de influencia rusa” creando una surte de una nueva “cortina de hierro” en el Este de Europa. A la vez, tal reconocimiento importaría ignorar el derecho de millones de ucranianos y de otras nacionalidades a ser partes de la Unión Europea para, en su lugar, ser partes del “nuevo imperio ruso de Putin”. El mesianismo político de Putin no admite excepciones (ni “debilidades”).

Con todo, en ese mismo mesianismo se esconde el riesgo de “sobregiro” que, a la larga, terminará con Putin y su régimen.

Si bien el “macho alfa de Kremlin” ha desafiado a Europa, Estados Unidos y sus aliados (i.e. Japón, Australia y Corea del Sur, todas economías varias veces el tamaño de la economía rusa) asegurando que las sanciones económicas y políticas que le costarán la invasión de Ucrania solo harán más fuerte a su país, lo concreto es que eso es -otra vez en los hechos- poco probable. Esto no solo porque las sanciones afectarán el comercio, las transacciones bancarias y el trasporte ruso, sino porque entre los personajes incluidos en diversas listas negras se encuentran muchos de sus cercanos, conocidos por mantener valiosas negocios y propiedades en Londres, Mallorca, Nueva York y otros sitios muy lejanos de la “madre Rusia”.

Incluso países neutrales como Suiza han quedado enredados en la maraña desatado por Rusia. Esto, porque el gobierno federal helvético ha anunciado que, si bien no elaborará su propia lista de sanciones, se sumará a las fijadas por la Unión Europea. De importancia es que además de cuentas en bancos de Zúrich (y la costumbre de la oligarquía rusa de acudir a las súper-exclusivas tiendas de la Banhoffstrasse), en la bolsa de esa misma ciudad se transa el 80% del crudo ruso. Más que un detalle.

También queda por verse el costo en bajas que la aventura ucraniana significará para Putin. En un país en el que la tasa de natalidad es muy baja, y las familias de hoy tienden a tener solo un hijo, resulta toda una interrogante saber cómo reaccionarán las familias de los caídos una vez que los cuerpos de estos comiencen a volver a sus ciudades y pueblos. Por lo pronto la cooperación militar occidental se ha ocupado de proveer al ejército ucraniano de sofisticadas “armas defensivas” que, lo más probable, cuesten la vida a cientos de invasores. Esto aun sin considerar el costo de una ocupación en la que, tarde o temprano, los militares rusos deberán enfrentar una permanente “insurgencia”.

La guerra en Ucrania es una tragedia de la que Chile y los chilenos no podemos permanecer ajenos. El actuar de Putin y su gobierno violenta todos los principios sobre los cuales nuestra sociedad está construida. Subestimar lo actuado por Putin constituye no solo un error, sino que por omisión un aporte a la validación de una manera de actuar en la que ni el Derecho, ni los derechos humanos, ni la diplomacia tienen el más mínimo valor.

No condenar a Rusia y actuar en consecuencia es un equivocación que puede contribuir a sentar precedentes para futuras acciones inaceptables. Ese puede ser el caso de Taiwán, en el caso que, siguiendo el ejemplo ruso, Beijing decidiera utilizar sus fuerzas armadas para “proteger” a los chinos víctimas del “régimen nazi” de Taipei. Demás está decir que esto generaría un conflicto de proporciones en toda la Cuenca del Pacífico, afectando no solo nuestras exportaciones, sino que todo el funcionamiento de nuestra economía.

Sí como hace dos décadas nuestro país firmemente rehusó participar de las invasiones de Iraq y Afganistán, así también Chile debe hoy actuar conforme a sus principios y reducir las relaciones bilaterales con Rusia al mínimo. No hacerlo sería una falta a nuestros más esenciales principios como sociedad democrática.

Chile debe solidarizar con las familias ucranianas condenadas a vivir una guerra que no han buscado, y no querían.

Jorge Guzmán
Investigador Asociado AthenaLab

Fuente: El Mostrador

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