
Resulta poco popular en estos días destacar el rol preponderante de Estados Unidos en la configuración de las dinámicas internacionales, pero sería poco astuto, por este motivo, tratar de minimizarlo y más bien imprudente intentar cuestionarlo sin tener el conocimiento suficiente.
Hace una semana, quedó claro que solo existe una superpotencia militar capaz de montar una operación aérea que implique cruzar varios continentes de forma sigilosa, entrar en una zona de guerra y lanzar bombas de precisión sobre instalaciones nucleares protegidas, para luego hacer regresar a sus aeronaves y pilotos sin un rasguño.
Mucho se habla de la expansión de las fuerzas armadas de China y del hecho que su Armada cuente con el mayor número de buques, pero hasta ahora no conocemos cuál sería su desempeño en medio de la niebla de la guerra. En cambio, sí sabemos que la maquinaria bélica convencional de Rusia pudo ser frenada por un enemigo más débil en los números, pero mejor organizado y determinado como Ucrania.
Si bien las capacidades militares únicas de Estados Unidos son producto de décadas de inversiones y avances tecnológicos, Washington también está dando muestra de su influencia a la hora de despertar a los europeos continentales de su sueño post histórico —con la excepción de la siempre atenta Francia—, llevándolos a destinar 5% de su producto interno bruto a la defensa, tras años de incumplir su propio compromiso de gastar el 2,4%.
Previo a la cumbre de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) de esta semana, el Presidente Donald Trump volvió a relativizar el principio de defensa colectiva contenido en el artículo 5, como forma de refrescarle a los otros miembros la tarea de su propia seguridad. De hecho, el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, desató risas y críticas al afirmar en La Haya que “a veces, Papi tiene que usar lenguaje fuerte”, respecto a la intervención en el conflicto Irán-Israel que forzó un cese del fuego.
Es cierto que el estilo de Trump y su predilección por los aranceles pone a prueba la paciencia de quienes consideran que la democracia estadounidense, sin ser perfecta, ejerce un rol más bien positivo en las relaciones internacionales, incluso cuando se ha comportado de manera imperial. El historiador Niall Ferguson, en su libro “Coloso” (2004), sostuvo que efectivamente se trata de un imperio, pero uno de tipo liberal. Es decir, que no solo apoya el intercambio internacional de productos, mano de obra y capital, sino que también cree y defiende las condiciones sin las cuales no pueden funcionar los mercados: paz, orden, estado de derecho, administración honesta, políticas fiscales y monetarias estables.
Ferguson, por supuesto, identificó factores con los cuales tropezaría la potencia, dado por la suma de tres déficits: de recursos (excesivo endeudamiento); de personal (menos talento en puestos clave); y atencional (muchos objetivos, poca concreción).
Sobre la forma cómo la administración Trump se está haciendo cargo de este escenario heredado, al menos en el plano militar, la dio a entender el vicepresidente J.D. Vance, quien representa al ala más “aislacionista” del gobierno, a diferencia del secretario de Estado, Marco Rubio, “internacionalista republicano clásico”, o del “priorizador” subsecretario de Política de Defensa, Elbridge A. Colby (China, China y China).
“Lo que yo llamo la ‘Doctrina Trump’ es bastante simple: Primero, se articula un claro interés estadounidense, y en este caso, es que Irán no puede tener un arma nuclear”, explicó Vance en una cena en Ohio el miércoles. “Segundo, se intenta resolver el problema mediante una diplomacia agresiva. Y tercero, cuando no se puede resolver diplomáticamente, se utiliza un poder militar abrumador para resolverlo y luego hay que largarse de allí antes de que se convierta en un conflicto prolongado”, concluyó.
En los foros de ese collage llamado Sur Global, que pronto se reunirá en Brasil en el marco de los BRICS, o en esos órganos de propaganda que simulan ser prensa que ofrece “visiones alternativas”, se suele denunciar la decadencia de Occidente y se rechazan las conductas hegemónicas apuntando a Estados Unidos (mientras algunos ocultan las propias).
No obstante, uno esté en desacuerdo o no con Trump, lo cierto es que su nación como potencia transciende su mandato y su rol es indispensable cuando se enfrentan amenazas a la seguridad internacional, como una invasión a gran escala en el corazón de Europa o un régimen auspiciador de milicias terroristas que busca desarrollar armas nucleares.
En cuanto democracias marítimas con intereses y valores comunes ubicadas en el mismo continente, recomponer la relación con Washington será una tarea clave de quien asuma el poder en Chile en marzo de 2026, siempre guardando las diferencias, pero primero haciendo el esfuerzo de comprenderlas.
Juan Pablo Toro es director ejecutivo de AthenaLab
El Mercurio, 28 de junio de 2025
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