El ministro ruso de Exteriores, Serguei Lavrov, se reunió en la ONU con su par chino, Wang Yi
«El mundo enfrenta un punto de inflexión”, advirtió esta semana el Presidente Joe Biden en su último discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas. Este veterano de la política exterior estadounidense buscaba así alertar sobre el elevado nivel de riesgo que se observa hoy, debido a las guerras abiertas en Medio Oriente y Europa y los conflictos pendientes en el Este de Asia.
Potencias grandes y medianas inconformes con el orden global basado en reglas post 1945 intentan modificarlo invadiendo países vecinos, auspiciando milicias para atacar a sus enemigos históricos, realizando ensayos balísticos día por medio o haciendo colisionar sus embarcaciones en mares disputados. Pero, más preocupante todavía, cooperando entre sí frente a los que son percibidos como rivales comunes.
En el escenario actual, ha quedado cada vez más en evidencia el eje que hoy constituyen China, Rusia, Irán, Corea del Norte y otros adláteres menores. Para algunos es un eje basado en el “descontento” ante un mundo que no termina de ser multipolar, mientras que para otros se trata de un grupo que buscar crear “convulsión” para obtener ganancias específicas.
Existen casos que hablan por sí solos, como la guerra en Ucrania. Moscú recibe drones de ataque y cohetes de Teherán y Pyongyang le suministra municiones de artillería. Autoridades occidentales sostienen que Beijing en el marco de su “amistad sin límites” brinda apoyo político y componentes electrónicos para la maquinaria bélica del Kremlin. Lo último, por supuesto, negado por los chinos.
Si nos vamos a la Latinoamérica, no debe sorprender que entre los primeros países que felicitaron a Nicolás Maduro por perpetuarse en el poder hayan estado Rusia, China e Irán, al parecer, sin importarles el hecho de que Venezuela se haya convertido en un exportador de toda clase de inseguridades para la región, incluidos peligrosos grupos criminales y una inmigración desbocada. De eso se trata, de fomentar la “convulsión” y qué mejor que la periferia directa de Estados Unidos.
“China y Venezuela son buenos amigos y socios, e independientemente de cómo cambien las circunstancias internacionales, China continuará apoyando a Venezuela en la defensa de su soberanía y dignidad nacional, así como en el desarrollo económico y social del país”, aseguró el canciller Wang Yi tras reunirse con su homólogo Yván Gil en Nueva York en el marco de la Asamblea de la ONU, mismo foro donde el Presidente Gabriel Boric denunció el “fraude” electoral de la “dictadura” de Maduro.
Expuesto lo anterior, resultan sorprendentes las declaraciones de la ministra de Defensa, Maya Fernández, quien anunció en Beijing que Chile busca “retomar y profundizar” relaciones “en el ámbito de defensa” con China. Justo en los mismos días en que fuerzas chilenas entrenaban con sus colegas estadounidenses y de otros países de la región, y a lo que se añade la clara postura del gobierno respecto a Maduro y a la invasión ilegal de Ucrania.
Puede que la ministra, al igual que algunos representantes de la pasada administración de Sebastián Piñera, crea realmente en esas narrativas de no alineamientos y neutralidades, que son tan funcionales para ese eje antes descrito, ya que evitan el incómodo tema de los valores y normas comunes. Pero lo que sirve en el ámbito de la diplomacia y el comercio, no opera en el campo militar —donde toda relación es estratégica— y menos aún en un contexto de intensa competencia geopolítica.
Las fuerzas armadas de Chile se encuentran de facto integradas a estructuras de Defensa occidentales, ya sea por doctrinas comunes, intercambios de oficiales, origen de los equipos empleados o por apego a la legalidad internacional que regula el despliegue de efectivos en exterior (siempre buscando al alero de Naciones Unidas). Abrir el sector a otros actores puede traer graves costos, ¿cómo podrían sentirse tranquilos estadounidenses y europeos si ven que el material sofisticado que acceden a vender puede ser escrutado por sus rivales? Al menos, que tengamos una política de autonomía estratégica consistente, lo que no se ve por ninguna parte.
Basta mirar hacia Argentina para entender cómo rápidamente consiguieron aviones F-16, solo tras desechar cualquier intención de comprar caza chinos o indios. Incluso los británicos parecen haber levantado sus vetos al traspaso de material de origen estadounidense después de eso. Perú es otro país que, a su vez, parece interesado en salir de la línea de suministros rusos y está optando por Corea del Sur como proveedor privilegiado.
Es claro que mirar por separado a los países del eje que integran China, Rusia, Irán y Corea del Norte resulta cada vez más difícil. Sus respaldos cruzados se manifiestan en distintas regiones del mundo y, generalmente, en contextos de crisis y conflicto. Si no hay duda de que estamos en un punto de inflexión, entonces la pregunta es con quiénes se enfrentarán las amenazas y riesgos que surjan a partir del mismo. Con aquellos que creen en el respeto a las normas internacionales, la apertura comercial y los valores democráticos, o aquellos que hacen todo lo posible para socavarlos. La respuesta debiera ser obvia, pero siempre hay quienes se enredan innecesariamente.
Juan Pablo Toro
Director ejecutivo de AthenaLab
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