Ex-Ante, 7 de julio 2024
Las democracias liberales europeas están enfrentando desafíos que nos resultan familiares: desigualdad, migración, crisis climática, transición energética. Si al observarlas vemos fórmulas que también nos suenan conocidas, preocupémonos de estudiar el costo que esas sociedades han pagado: pueden ser enormes. Para un país como Chile, cuyo motor de desarrollo en democracia ha sido abrirse al mundo, hay dos moralejas. Ojo con el populismo neosoberanista, de derecha o de izquierda. Y ojo con el narcisismo, que envenena, incluso, buenos emprendimientos políticos.
Los vaivenes políticos europeos merecen no ser leídos a la rápida. El triunfo del laborismo británico y el avance de la ultraderecha en Francia -frenado en la segunda vuelta de las elecciones legislativas- merecen análisis detenido, si hemos de sacar alguna lección de la experiencia comparada.
Los laboristas han hecho un camino largo: pudieron llegar al poder mucho antes. Desbancar a los conservadores les tomó 14 años, no obstante el hecho que éstos no ofrecían estabilidad, sino una sucesión de primeros ministros de corto tiempo (Cameron, May, Johnson, Truss, Sunak).
Del lado Tory, estos años estuvieron marcados por el crecimiento de la derecha extrema dentro del partido. El ciclo partió con David Cameron, que organizó dos plebiscitos claves de manera frívola e irresponsable: uno sobre la independencia de Escocia, que de aprobarse hubiera quebrado el país (Cameron sólo hizo campaña por la opción de unidad muy al final, alertado por sondeos); y el segundo, sobre la permanencia británica en la Unión Europea, para el cual tampoco hizo campaña al tratarse de una consulta no vinculante (pese a lo cual, Cameron prometió cumplir el resultado, sin pensar que la opción Brexit podía ganar).
Un electorado desinformado sobre las consecuencias aprobó la salida, y una nueva premier, Theresa May, intentó de manera infructuosa negociar el inesperado desastre. Boris Johnson, luego, convenció al país de que con pachorra era posible salir jugando en la negociación, hasta que múltiples escándalos le costaron el cargo. Su sucesora Liz Truss, fue un fiasco total: duró 45 días en el cargo por el inmediato daño causado por su plan económico.
Finalmente, la realidad se fue imponiendo a la retórica, y la factura se fue acumulando. Hoy los británicos tienen un país endeudado, donde millones se saltan comidas por no poder pagar alimentos, y donde tanto en el sector público como en el sector privado no hay nadie que haga los trabajos que solían hacer los migrantes (médicos, enfermeras, temporeros): por razones ideológicas, el último Premier, Rishi Sunak, optó por cerrar la puerta incluso a la migración más indispensable.
Porque a un país cuya fuente de progreso ha sido su apertura al mundo, dirigentes radicalizados decidieron hacerle desconfiar del mundo. Los efectos del neosoberanismohan sido pobreza, la crisis de los servicios públicos, desinversión, y un crecimiento que es el más bajo desde 1826.
¿Cómo se explica que el laborismo no tomó antes el timón? Y la respuesta es: ellos también se radicalizaron. Buena parte de este tiempo su líder fue Jeremy Corbyn, un anticapitalista de vieja cuña que nunca fue partidario de la integración con la Unión Europea, que promovía la renacionalización de servicios públicos, y una obligación para las grandes empresas de transferir el 10% de su capital a los empleados.
Sólo en 2020 el laborismo buscó un camino con vocación de mayoría con el liderazgo de Keir Starmer, ex fiscal y abogado experto en derechos humanos, de tendencia centrista y europeísta, que frente a la incompetencia conservadora, cimentó una alternativa poco carismática pero creíble.
El Reino Unido, entonces, viene de vuelta del apogeo de una derecha populista, anti globalista y anti integración: ya experimentó su receta, pagando un alto precio por la experiencia, y ha optado por reconstruir el centro. ¿Cómo entender que su vecino, Francia, fue en sentido contrario en las elecciones europeas?
El Brexit fue un inesperado giro proteccionista, anti-sistema, que, sin embargo, una vez aprobado pudo haberse manejado de manera competente. Aquellos países del continente que han optado legítimamente por no ser miembros de la UE mantienen todos una relación muy cercana con el bloque.
Los Tories radicalizados, en cambio, optaron por una salida dura, de costo altísimo; y esto sirvió de advertencia a la extrema derecha otros países. Esto ha ralentizado y en cierto punto atenuado la radicalización de electorados locales, pero no la ha detenido (como se ha visto en Italia, donde Meloni ha ido por el centro acercándose mucho a la UE- y en España, donde Sánchez logró aferrarse a su puesto, mientras en el otrora tranquilo Partido Popular priman los más duros, mientras el diálogo y el respeto cívico se evaporan).
En Francia, un tercio del electorado votó por la extrema derecha de Marine Le Pen en la primera vuelta de las elecciones parlamentarias. Le Pen, que aspira a ganar la Presidencia en 2027, ha hecho un esfuerzo por refrescar su partido con jóvenes elegantes y elocuentes; pero esos cambios, al final, son poco creíbles (hasta hace poco estaban por salir del Euro, del mercado común -por ejemplo en materia de electricidad- y de la Unión Europea como tal, y ahora no).
La verdad es que, detrás del marketing, su grupo sigue siendo nacionalista, racista, xenófobo, anti integración, amigo de autócratas y dictadores como Putin (Le Pen apoyó la anexión de Crimea), y distante de la centroderecha tradicional, esa de Chirac y Sarkozy. Le Pen, ayer y hoy, es contraria a valores esenciales de la república francesa como la igualdad y el laicismo, y su cercanía al poder provocaría efectos en la región y nivel global.
Para la obligatoria segunda vuelta, el centro y la izquierda promovieron el voto táctico, evitando así la incómoda cohabitación entre un Presidente centrista y un premier ultraderechista: Bardella, el delfín de Le Pen, es un joven de 28 años sin estudios universitarios que promete desafiar la autoridad presidencial en política exterior.
Pero aún después de que se evitó ese escenario, la gobernabilidad será compleja. En la izquierda, de donde vendrá el probable nuevo primer ministro, hay un sector euroescéptico y anticapitalista. Alcanzar acuerdos aún en cosas esenciales será cuesta arriba en cualquier caso, y el legislativo estará profundamente dividido.
Macron, ex socialista, tiene especial responsabilidad en este panorama. Hace 8 años levantó, de la nada, una alternativa de centro, que lo llevó a la Presidencia en el curso de un solo año, y a renovar su mandato en 2022. Pero su narcisismo, en la práctica, lo ha hecho anular todo otro liderazgo relevante entre sus colaboradores y a ser, en los hechos, Presidente y premier (los cuatro primeros ministros que ha tenido casi no se conocen fuera de Francia).
Su movimiento ha asumido distintos nombres, pero ninguno pega: al final todos le llaman “la Macronía”: gira en torno a él, corre su misma suerte, y el odio a Macron se ha vuelto una avalancha. Parte de su impopularidad se explica por la imposición de reformas duras e impostergables (como la subida de la edad de jubilación), pero no es su agenda sino su estilo lo que ha dinamitado lo que él mismo construyó.
Europa es una realidad compleja, con una institucionalidad supranacional que hace aún más difícil extrapolar realidades. Sin embargo, esas democracias liberales están enfrentando desafíos que nos resultan familiares: desigualdad, migración, crisis climática, transición energética. Si al observarlas vemos fórmulas que también nos suenan conocidas, preocupémonos de estudiar el costo que esas sociedades han pagado: pueden ser enormes.
Para un país como Chile, cuyo motor de desarrollo en democracia ha sido abrirse al mundo, hay dos moralejas. Ojo con el populismo neosoberanista, de derecha o de izquierda. Y ojo con el narcisismo, que envenena, incluso, buenos emprendimientos políticos.
Paz Zárate
Investigadora senior AthenaLab
Fuente: Ex-Ante
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